LA CAMPANA DE GUERRA

En plena guerra con Chile, el Mariscal Andrés Avellino Cáceres, “El Brujo de los Andes”, emprendió su salida a las alturas del país; y las tropas enemigas, confundidas, creían que se encontraba en Lunahuaná. Razón por la cual los chilenos tomaron por asalto nuestro desprevenido pueblo cañetano, cometiendo saqueos, violaciones, incendios y destrucciones. El blanco de su ensañamiento fue la Iglesia Matriz del siglo XVII, con muchos objetos sagrados de gran valor, entre los que se encontraba una artística campana, con aleación de oro y bronce, vibrante, sonora y fina.
Con el pesado botín en las manos,  los chilenos avanzaron hacia el desaparecido puente colgante del pueblo de Lunahuaná -frente al Malecón Araoz o Barranca-, que conducía a un camino que bordeaba la falda de los cerros, teniendo como destino el puerto de Cerro Azul, para luego zapar hacia Chile.
Los valientes lunahuaneños se percataron de las intenciones de la hueste enemiga y aguardaron pacientemente el paso de la misma para dinamitar el puente colgante. Fue así como, en el preciso momento que los chilenos cruzaban el puente, estallaron las dinamitas, originando pavor y muerte en las filas contrarias. La campana cayó pesadamente en el pozo de Cutimaya, donde permanece sumergida hasta la fecha.
Se dice que a las seis de la tarde o a la medianoche, se oye el dulce repicar de la famosa campana de la Iglesia Matriz. Algunas veces se pretendió sacarla del pozo, pero todo esfuerzo fue inútil. La preciada campana permanecerá en el fondo del pozo Cutimaya, como mudo testigo de la infausta Guerra del Pacifico (Lucho Villanueva S.)


TRAGEDIA Y FORTUNA DE DON VALENTÍN


Entre la chacra y la casa, se desarrollaba la tranquila vida de la familia Luyo Yactayo, teniendo a Don Valentín como jefe de ese humilde hogar, en el anexo de Jita -Lunahuaná.
Sus antepasados quisieron premiar su constante amor al trabajo y fue así como encontrándose en medio de sus florecientes sembríos, en una soleada mañana, apareció un gracioso conejillo blanco, que se cruzaba constantemente a su paso. Don Valentín, saboreando de antemano un suculento plato de conejo, se dijo asimismo: “El almuerzo de hoy está asegurado”. De inmediato entró en acción, persiguió a su codiciada presa hasta su escondite, debajo de un antiquísimo batán. ¡Oh, sorpresa! El blanco conejillo se convirtió en un valioso botín: ¡Un cántaro lleno de oro y plata!
Sin salir de su asombro, Don Valentín soñó despierto. Se sintió dueño de una inmensa riqueza. Enseguida volvió a la realidad. Con vehemente curiosidad destapó el cántaro, sin advertir el peligro que correría, pues, el antimonio -como tratando de defender sus joyas- quemó sin compasión sus manos y su rostro. Esto fue el alto precio que pagó Don Valentín a cambio del tesoro encontrado.
A partir de ese afortunado día, este modesto labrador se convirtió en un próspero agricultor, con muchas tierras en su haber, que le permitieron vivir sin apremios económicos, al lado de su inseparable compañera, Doña Francisca, quien -con el mismo amor y sencillez de siempre- supo llevar inteligentemente esta dualidad de tragedia y fortuna. (Lucho Villanueva).

Las Leyendas de Lunahuaná: LA COLEGIALA DE MEDIANOCHE

Lunahuaná no sólo es un atractivo ideal para los amantes al turismo de aventura, gastronomía, naturaleza y vitivinícola, sino también para quienes gustan de la ficción y casos que encierran verdaderos misterios. En este blog me complace empezar a presentar leyendas, que llaman la atención de propios y extraños.

La Colegiala de Medianoche
Ocurrió al filo de la medianoche de un día del mes de noviembre de 1975, cuando en la casa de mis padres se celebraba mi onomástico, en el anexo de Jita.
La familia y amigos departíamos alegremente en un ambiente alumbrado por lámparas a kerosene. Era la época en que Lunahuaná carecía de energía eléctrica. En plena reunión, estando ecuánime, escuché una voz dulce y tierna de una mujer que me invitaba salir a la calle, desolada y oscura.
¿Quién podría ser a esa hora? Salí rápidamente, crucé dos ambientes y abrí presurosamente la puerta principal. ¡Oh, sorpresa!. Cara a cara, apoyada sobre la columna de la puerta, una bella chica de tez canela, cabellos largos, con uniforme escolar: blusa blanca y falda gris. Los tenues rayos de luz interior y la noche estrellada, me permitieron verla de cuerpo entero. Me impresioné, pero no me aterroricé.
-¡Hola, preciosa! Te invito a pasar.
-Gracias, aquí estoy bien.
-¿Cuál es tu nombre?
-No tiene importancia.
-¿Esperas a alguien?, ¿Por qué no pasamos?, insistí.
Esbozó una tímida sonrisa y reiteró:
-Aquí estoy bien, mirando la reunión. Quizá sólo me hace falta compañía.
Era una tentación, pero reaccioné al instante. Sus palabras no eran coherentes. Desde la posición de ella no se veía la reunión. La puerta y ventanas hacia la calle habían estado cerradas. Quedé perplejo. El temor se apoderaba de mí, sentí como que mi cabello empezaba a erizarse.
-¿Espera un momento?
Me retiré rápidamente, por unos segundos, para pasar la voz al familiar más cercano. Al retornar, con mi hermano, la “colegiala” había desaparecido por arte de magia. No se estacionó vehículo alguno y la calle estaba desolada. ¿Quién fue la extraña visitante? Nunca se supo, pero nunca olvidaré su dulce voz y rostro angelical.


¡BIENVENIDOS!