"RUSO" Y LA SERPIENTE DE ORO

Su presencia resaltaba entre la gente, porque no era del lugar, ni del valle. Quizá tampoco era peruano. Alguna vez, habría respondido a un curioso que era de Rusia. Desde entonces, la gente lo llamaba “Ruso”. No se recuerda haber conocido a alguien que lo llamara por su nombre de pila: Carlos Morseky. Era habitual encontrarlo en la campiña y muy raras veces en los pueblos de la quebrada. Su contextura delgada, su prominente nariz en el rostro bronceado, y su cabello canoso y largo, algunas veces hasta los hombros, eran los rasgos que más resaltaban en este hombre que conocimos con la edad de adulto mayor. Contestaba amablemente el saludo de la gente. Caminaba a placer cuando calzaba unas ojotas de yanqui y vestía camisas de manga larga, aún en épocas de mucho calor. Cuando hacía frío, por las madrugadas o en las tardes, se lo veía con un delgado suéter en el cuerpo. Sin ser una personalidad importante, fue durante mucho tiempo el personaje más conocido en toda la quebrada, desde Cañete hasta Yauyos. Por donde transitaba todo el año, como si hubiera sido el judío errante. No era novedad, para la gente, que se dedicara a huaquear y a desenterrar los tesoros que guardaban los gentiles en las laderas de los cerros, patrimonio histórico jamás protegido del saqueo. Era lo único que incomodaba de él, pero nunca se supo que estuvo involucrado en algún problema.
En una noche de luna llena, “Ruso” salió a huaquear. Tenía localizado una tumba en una zona de la ciudad fortaleza de Incahuasi o Casa del Inca. Antes de empezar a cavar, realizó una pequeña ceremonia de pago a la tierra: una invocación a la Pacha Mama, la diosa de la tierra inca, y presentó una ofrenda de tabaco y pisco, derramándolos en el suelo, en reciprocidad porque la Madre Tierra nos da la vida. Si no se pide permiso, dijo, puede atacarnos el mal de huaca o recibir otros duros castigados. Luego de excavar medio metro, empezó a explorar el pozo con una varilla de acero, llamada baqueta. La introducía lenta y ceremoniosamente en diferentes zonas e interpretaba, con la experiencia de muchas noches de saqueo, la firmeza que le ofrecía la tierra. De repente la barra se hundió de un solo golpe. Aquí está el tesoro, dijo, al tiempo que encontró una momia, correspondiente a un adulto, de más de mil años de antigüedad. En la tumba también encontró mantos y  cántaros decorados con dibujos geográficos, inspirados en tonos marrón, sepia, negro, azul y amarillo, impecablemente conservados. Del pozo seguían saliendo piezas y huacos. Su corazón empezó a latir con fuerza, cuando encontró, entre la tierra ocre que lo cubría todo, algo maravilloso nunca antes desenterrado: ¡una serpiente de oro! Era una hermosa joya, una obra de arte, como sinónimo de belleza y perfección, que cualquier coleccionista hubiese querido lucir en su vitrina. La huaca, el templo de más de un milenio de antigüedad, se había profanado. El descanso eterno de un difunto milenario, en sepulcro sagrado, se había interrumpido. Un ilícito que jamás debería volver a ocurrir.
¿Dónde y por cuánto vendió la serpiente de oro y las demás piezas arqueológicas? Es un misterio que “Ruso” se llevó a la tumba. La gente especuló que los llevó al extranjero, para ofrecerlos al mejor postor.  Nunca pareció ser un hombre solvente económicamente.  Al contrario, siempre evidenció ser sencillo y modesto. Además de huaquero, siguió ejerciendo de carbonero y curandero, tratando males de herpes, uta, sarna y hongos.
Recordamos haberlo visto a lo largo de casi treinta años, desde la década del sesenta hasta fines de la década del ochenta…y, con el mismo misterio con que apareció un día por la quebrada, así también desapareció, como si nunca hubiera existido. (Lucho Villanueva Sánchez).

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